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¡Qué atrayente es la persona de Jesús! ¡Se juntaron tantos que ni aún junto a la puerta cabían!. Es cautivadora su figura porque refleja el amor del Padre. Él les hablaría del amor misericordioso de Dios que perdona al que le ofende y luego de perdonarle le ama como al más querido de sus hijos. No le guarda resentimiento, sino que le da todo lo que daría al hijo fiel y todavía más porque sabe que es débil y necesita de un mayor amor y cuidado.
Sin embargo, no todos los presentes le escuchaban por primera vez, al menos así parece por la forma de actuar. Quizá le estaban siguiendo desde tiempo atrás, quizá le habían visto obrar y habían convivido con Él. No lo sabemos. El hecho es que aparecen cuatro personas que conducen a un enfermo a Cristo. ¿Por qué lo hacen? Lo más seguro es que ya conocían al Maestro y también conocían el amor que en ese momento enseñaba a los demás. Quizá habían sido objetos de su bondad divina y ahora se dedican a pregonar la gran novedad del amor de Dios. Ha sido tan grande su experiencia y es tan grande la felicidad que han sacado de ella, que se dedican a comunicarla a los demás y a tratar de hacerla partícipe al mayor número de personas posibles. Es tan grande su deseo de transmitirla que rompen el techo de la casa para que un hombre más goce de la felicidad que da ser blanco del amor divino.
Así debemos hacer cada uno de nosotros en nuestras vidas: Esforzarnos por conocer profundamente a Cristo, para transmitirlo al mayor número de personas posible, por encima del cansancio o del sacrificio que ello pueda implicar. La verdadera felicidad de muchas personas depende de nuestro mensaje. No lo reservemos para nosotros mismos.